Los griegos y el oráculo de Delfos

Oraculo de Delfos

Hoy en día aquellos que desean conocer su futuro acuden a brujos, pitonisas, tarotistas… La inquietud por saber qué nos pasará mañana ya inquietaba a los griegos allá por el siglo V a. C., quienes acudían al oráculo de Delfos para despejar sus dudas. Era éste un lugar sagrado y dedicado al dios Apolo.

Como indica su nombre, estaba emplazado en la ciudad griega de Delfos, en la ladera del monte Parnaso. Según la leyenda, Apolo mató por estos lares a una serpiente pitón (de la que derivaría, con el devenir de los tiempos, la palabra pitonisa) para hacerse con su sabiduría y poder y de esta manera presidir el oráculo.

La «pitia», «pitonisa» o «presidente del oráculo» desempeñaba sus funciones de manera vitalicia. Elegida sin distinción de clases dentro de una lista de candidatos, la pitonisa debería habitar en el santuario por el resto de su vida. Hubo un tiempo en que, la actividad en el oráculo era tal, que fue necesario escoger hasta tres pitonisas que codirigían  las consultas.

A pesar de que hay muy pocos datos sobre el rito del oráculo en sí, se sabe que los consultantes debían entrevistarse con la pitonisa unos días antes de la consulta. El oráculo tenía lugar el día 7 de cada mes, coincidiendo con la fecha de nacimiento de Apolo. Los cronistas cuentan que a él acudía todo tipo de personas: desde ciudadanos pobres hasta ricos y poderosos reyes. Todos debían ofrecer un sacrificio ante el altar que se alzaba ante las puertas del templo y pagar las tasas generadas por la consulta. Después, se presentaban ante la pitonisa (sentada en un trípode) y formulaban oralmente sus preguntas.

Se cree que el procedimiento no difería mucho del que se hacía en el oráculo de Dódona: las consultas se inscribían en unas pequeñas láminas de plomo y la pitonisa respondía a ellas en verso. A continuación, un sacerdote las escribía y se las entregaba al consultante.

Según los estudiosos, los aciertos del oráculo de Delfos debieron de ser muy numerosos puesto que los griegos tenían una fe plena y absoluta en su poder de adivinación. A veces, cuando la respuesta era errónea, achacaban la equivocación a la pitonisa o a una defectuosa interpretación: nunca se cuestionaba su eficacia.

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